Nacemos y vivimos en un mundo dado y somos
diferentes a la piedra (resiste), al objeto (consiste), al animal (subsiste).
Sartre entiende que sólo el ser humano ex-siste: tiene conciencia de su ser
(Goñi, “Las narices…”, 2008. Satre permanece fiel a su libertad desfondada
(Sloterdijk, “Temperamentos…”, 2010).
Asegura que la ausencia de Dios nos hace libres: nadie ha trazado un
plan para nuestra vida. Imagina, eso sí, a ese Dios como un arquitecto en su
estudio o un artesano en su taller. La gracia y la libertad, equilibrio buscado
en otros pensamientos, se descompensa a favor de esta última y la persona, en
vez de creada en gracia (el mundo dado y nuestras cualidades) es arrojada al
mundo. La angustia emerge: en realidad, en nuestra conciencia hay un agujero
con forma de Dios. No lo pueden ocupar los otros que son, para Sartre, el
infierno.
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