Como criatura que patalea y llora ante el deseo no satisfecho, en una sociedad de la infantofilia, protestamos y lloramos como si el mundo entero tuviera que responder ante cada frustración que nos asalta. Afirmaba Adolfo Chércoles, en conversación tranquila, que cada persona tiene siempre motivos para desertar. No usaba una expresión suave (del tipo “cada cual tiene motivos para elegir otro camino”). La palabra “desertar”, con toda su carga semántica de reproche, nos habla de responsabilidades abandonadas, de opciones traicionadas. Ser adulto es elegir y asumir. La infancia parece permitir elegir sin límites porque de nada respondo y si, finalmente, no satisfago mi capricho, siempre me queda la oportunidad de protestar ante la injusticia y en elegirnos víctimas del sistema. Con tal de no afrontar nuestras responsabilidades, juzgamos a los jueces y elegimos la irresponsabilidad. Para nuestra cultura, crecer es decaer (Bruckner, “La tentación de la inocencia”, 1995. La edad madura, lejos de ser el momento cumbre en el que la sabiduría del tiempo acumulado nos invade, se ha convertido en la antesala de la decrepitud.
miércoles, 15 de mayo de 2019
martes, 14 de mayo de 2019
Interioridad e higuera
El muro que nos impide ver la realidad empieza dentro, allí donde mi yo adquiere su alimento y dimensión. Es decir, nos empequeñecemos al hacer crecer nuestra soberbia. Si nos creemos grandes, no apostaremos por subir a la higuera en la que Zaqueo descubre una realidad diferente. Las cosas nos llegan siempre con muros y distorsiones. Muros que nos superan porque, en realidad, somos bajitos. Ahí afuera, más allá de mi ego, me espera la realidad. Sin embargo, es una realidad distorsionada. En primer lugar, por mi entorno íntimo, que enfoca mi mirada desde una tradición. La historia irá sumando juicios, valoraciones, perspectivas. Dice Bruckner (“La tentación de la inocencia”, 1995) que “comparecemos” en cuanto somos realidad social -en cuanto nacemos-. El muro se construye también del entorno más amplio, casi global, de la cultura mediática y depredadora dominante. Todo fluye, todo es ligero, nada es sólido… Y esa fluidez quita visibilidad a las diferencias y a los sólidos. La interioridad puede, ahí, ser la higuera a la que subir para ver más allá del muro. Pero debe ser una interioridad humilde, que no se construya de puro ego.
domingo, 12 de mayo de 2019
El tiempo y la muerte de Dios
Subraya Byung-Chul Han (“El aroma del tiempo”, 2009) que, con la muerte de Dios, Nietzsche vacía de consistencia el tiempo, por más que trate de recuperarla con su eterno retorno de siempre lo mismo. Ese vaciamiento se vive hoy con la apariencia de la aceleración: todo se fuga, sin un destino, sin meta ni heredero (por más que el propio Nietzsche alude a ambos conceptos en su intento de dar consistencia a nuestro camino hacia la muerte). El existencialismo propuso la vida como una auto construcción libre: una meta y un heredero. Los estructuralismos muestran la impertinencia de la diacronía, que se resuelve en un no tiempo (sincronía) puesto que el determinismo lo ordena todo. Hoy, la vivencia, fugaz y sin historia, sustituye a la experiencia, que necesita tiempo. Así afecta a la verdad: queda reducida a lo vivenciado en cada momento, prácticamente independiente de lo realmente experimentado en el tiempo que dura. Quevedo mira al final de sus días con una poderosa carga nihilista. Sin embargo, acaba proponiendo que aquel polvo en el que se resuelve su vida, es polvo enamorado, y aquella ceniza tiene sentido.
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