Como criatura que patalea y llora ante el deseo no satisfecho, en una sociedad de la infantofilia, protestamos y lloramos como si el mundo entero tuviera que responder ante cada frustración que nos asalta. Afirmaba Adolfo Chércoles, en conversación tranquila, que cada persona tiene siempre motivos para desertar. No usaba una expresión suave (del tipo “cada cual tiene motivos para elegir otro camino”). La palabra “desertar”, con toda su carga semántica de reproche, nos habla de responsabilidades abandonadas, de opciones traicionadas. Ser adulto es elegir y asumir. La infancia parece permitir elegir sin límites porque de nada respondo y si, finalmente, no satisfago mi capricho, siempre me queda la oportunidad de protestar ante la injusticia y en elegirnos víctimas del sistema. Con tal de no afrontar nuestras responsabilidades, juzgamos a los jueces y elegimos la irresponsabilidad. Para nuestra cultura, crecer es decaer (Bruckner, “La tentación de la inocencia”, 1995. La edad madura, lejos de ser el momento cumbre en el que la sabiduría del tiempo acumulado nos invade, se ha convertido en la antesala de la decrepitud.
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