Al elegir, nos hacemos. Sin elegir, no somos. Es la ética, dice
Kierkegaard. Su “metaética” es el paso de la dogmática (pecado no
conceptualizable) a la psicología (concepto de angustia). Sartre, descreído de
la dogmática, vive la náusea: vómito de la condena a la libertad sin suelo.
Camus es sartriano en el relato caluroso y luminoso de “El extranjero”; pero imagina
a Sísifo sonriente mientras baja a por la piedra que ha de volver al inicio
tras el triunfo aparente. “La caída”, descrita entre bruma y penumbra, desdice
al santo laico para retornar a la fuente danesa: la risa helada que denuncia el
arraigo del pecado. “Todos somos culpables”, subraya. Hay en Kierkegaard la
esperanza de que podemos elegir bien pues me identifica, porque es
una aceptación de mi propia personalidad. “La grandeza radica en el hecho de
ser uno mismo”, sostiene.
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