Armstrong
ve la raíz del fundamentalismo islámico en la modernidad de sus imperios
(otomano, persa y mongol): “Los tres eran instituciones prematuramente
modernas, gobernadas de manera sistemática y con precisión burocrática y racional”.
Sin embargo, se quedaron en un espíritu conservador (del que también los
estados europeos de la modernidad son su última expresión) y no culminaron su
superación. Pero aquel espíritu fue insuficiente ante los cambios que se
produjeron con la industrialización y que orientó a las sociedades hacia el
futuro: de la sociedad comercial que se basaba en los excedentes artesanales y
agrícolas, se pasó a una industria que ha ido incluyendo la evolución cada vez
más acelerada. Las actitudes fundamentalistas tienen buena parte de su origen
en esta transición difícil y, para muchos, dolorosa.
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