En 1939, Hitler invade Polonia. La guerra impuso su
lógica y los científicos quedan en sus bandos. Dyson (“El científico…”, 2006)
afirma que se pierde la oportunidad de un diálogo sobre límites éticos de la
visión nuclear. La discusión versa sobre el podio del descubrimiento lo que
abre paso a Hiroshima. Contrapone el ejemplo de los biólogos (¿biólogas hubo?)
que, en 1975, tras el descubrimiento del ADN, organizan un congreso en Asilomar
para proponer las normas éticas de la investigación. No pasa lo mismo con
Openheimer o Heissemberg. En Los Álamos desarrollan una carrera contra la
física alemana que continúa incluso después de la victoria. Sólo un hombre,
Roblat (polaco), abandona el proyecto. Muere con el Nobel de la Paz. Pero ya
tenemos Hiroshiama y Nagazaki y tantas ojivas nucleares como para borrar la
vida de la faz de la tierra.
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