Al proponer la Pascua cristiana, Loyola (“Ejercicios Espirituales, nº
221”) invita a pedir (no está en mi mano, no soy dueño de la experiencia) “para
me alegrar y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro
Señor”. La alegría es propia, pero es un reconocimiento de Otro y su alegría.
No es el gozo que proviene del éxito por el resultado de lo conseguido con los
propios esfuerzos. Esta capacidad de
alegrarnos así completa la capacidad idéntica de dolernos con el dolor de quien
sufre, sin sustituirle, sin usurpar su lugar; sin poner en mi experiencia o a
mi vivencia, en mi ego, por tanto, criterio alguno de valor. El amor refiere
así a Otro, a sus penas y también a su alegría. El amor exige así un éxodo del
propio ego, su querer, su interés. Nuestra cultura, que realza el valor de lo
experiencia en cuanto experimentada, no apunta hacia el amor.
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