En el lago no estaba Pilato. Se lavó las manos. Cumplió con su misión: entregó al nazareno a quienes querían crucificarlo. No hizo caso a la voz de mujer que le advertía que aquel reo era un hombre justo. Así que luego, cuando Pedro tuvo a su lado a quien le dijera: “Es el Señor”, Pilato ya había dejado de escuchar. Tampoco estuvo Judas Iscariote. Él habría planteado las cosas de otro modo. No le gustaba la solución que daba el galileo al conflicto en el que vivían: necesitaban un libertador de hierro y bronce y apareció aquel hijo del carpintero montado sobre un pollino. Luego, las monedas, la traición. El dolor por dentro. La noche que se prolonga y él se rindió, se dejó comer por la noche. Y no llegó al alba en la que el discípulo amado proclamó: “Es el Señor”. Tampoco estuvieron en el lago ni Anás ni Caifás ni los escribas ni los fariseos. Le pusieron la etiqueta de enemigo y lo dejaron claro: “Uno debe morir por todo el pueblo”. Se fueron a acostar convencidos del deber cumplido. Nunca tuvieron la más mínima sensación de que necesitasen otra reconciliación. No hubieran comprendido para nada la pesca al alba ni la expresión con la que acabó la noche: “Es el Señor”.
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