Frente a un mundo en el que se suceden los instantes, Heidegger propone, en un primer momento de su filosofar, la historia. Anclada en la narración histórica, toda actividad sucede en el tiempo con un sentido, un antes y un después con su fin por alcanzar. Pero el historicismo sufre la denuncia del racionalismo crítico (Popper), también del estructuralismo (la importancia de la sincronía frente a la diacronía) y claudica con la experiencia política del nazismo, el desarrollismo y el socialismo real, a los que Peter Berger denominará “pirámides de sacrificio”. Heidegger procede a deshistorizar el tiempo y lo ancla en el “sí-mismo” que permanece y dura mientras es fiel y que se disuelve y se convierte en un “perder el tiempo” cuando se esclaviza a las cosas de cada día. Loyola entiende el tiempo como relación que aboca a la inmediatez de la Presencia: Dios. Y propone ordenar todo lo demás al “alabar, hacer reverencia y servir”. El sentido no está en el sí-mismo, sino en el éxodo del sí-mismo.
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